Todos la buscan y ansían, porque su aroma es embriagador y su conquista, si es que puede hablarse en estos términos, dota de pleno sentido a la vida. Desde siempre y por siempre, el anhelo más profundo que anida en el corazón humano es el de la felicidad. Todos queremos ser felices, si bien la fórmula secreta que encierra este sentimiento parece irrevelable en su totalidad, pues nunca vivimos colmados de ella. Así pues, en el océano insondable de los grandes interrogantes que nos vienen acompañando desde el principio de los tiempos, entre esas preguntas verdaderamente radicales a las que se ha de enfrentar el ser humano, seguramente se halle esta que motiva la reflexión que deseo compartir con vosotros: ¿Dónde encontrar la felicidad? El lema de la campaña pastoral de este curso nos impele a todos, educadores y jóvenes, a rastrear las sendas y a descubrir las señales que nos lleven a disfrutar gozosamente de esta emoción tan nuestra, tan humana. En esta búsqueda nos va la vida.
Desde estas claves, ante la pregunta por la fuente de la felicidad, parece evidente concluir a botepronto que no caben respuestas generalistas, ya que todas enraízan en la hondura del fértil terreno de las absolutamente personales. Cada uno la hallará en aquello que le dé sentido a su existencia. La composición de su receta depende de la vocación a la que cada cual se sienta llamado en esta vida. Porque todos somos llamados a una misión… Este, seguramente, sea otro de los convencimientos que alberga el alma humana: sentirse en este mundo “para algo”. Y en el despliegue vital de este proyecto personal abrigamos una sensación estable de gozo y plena alegría; de ahí la importancia de diseñar, con calma y sosiego, a la luz de Dios, que nos sueña felices, y con amplitud de miras, abiertos a lo que clame nuestro corazón en el silencio, nuestro propio proyecto de vida. Porque si no lo hacemos nosotros, otros lo realizarán en nuestro nombre. Desde luego, jamás seremos plenamente felices, porque nunca lograremos humanizarnos totalmente, siendo marionetas al antojo de un gurú para quien nuestra vida sea solo un medio más para lograr su interesado fin. La fuente de la felicidad brota de uno mismo, no de un manantial externo a nosotros. Pero, ¿dónde hallar la felicidad?
Habrá quien aspire, por ejemplo, a vivir de la fama, pues el fulgor de su estrella es cegador al principio, aunque también suela ser efímero en el tiempo. Hay minutos de gloria que duran solo sesenta segundos. Felicidad fugaz. Intensa, pero perecedera. Llamativa, pero condenada al pronto olvido. La búsqueda del éxito a toda costa, del éxito por el éxito, lleva consigo una amarga condena: el vacío de humanidad que inmisericordemente entraña, puesto que la vida se pone al servicio del aplauso o del reconocimiento popular, siendo no menos cierto que el público termina cansándose de adular siempre la misma estrella. Así, el tren de esa felicidad pasa y en el andén de esa vida solo yergue la solitaria figura de quien era adulado por la masa. En definitiva, perseguir la fama como fuente de felicidad es aferrarse a un surtidor que, tarde o temprano, termina por no verter gota alguna. Dicen que llegar a la fama cuesta, pero mantenerse en ella es tarea titánica.
Sin embargo, hay otra felicidad posible. Más callada. Más solidaria. Más humana. Más cristiana. Pienso en quienes han encontrado la dicha en darse a los demás sin medida, en consagrar su vida a una tarea humanitaria, en compartir sus días aliviando las heridas de quienes más sufren en este mundo. Esa inversión vital devuelve vida multiplicada, puesto que no hay nada más grande que mutar lágrimas por risas, pena por alegría, amargura por felicidad. Ahí estamos tú y yo, desgastándonos quizá por nuestros chicos y chicas, entregándonos al Señor en ellos, movidos por el solo deseo de verlos crecer en sana felicidad. Esta misión apostólica nos colma, nos humaniza, nos llena de genuina felicidad. Ya decía San Ireneo que la gloria de Dios es la felicidad del ser humano. Ojalá nuestra propia gloria radique también en hacer más felices a quienes nos rodean y acompañan en la vida.
Sergio Martín Rodríguez, Salesiano Cooperador y educador en el colegio de Salesianos Barakaldo