Quizá la mejor de las noticias sea que no nos hemos acostumbrado a los escándalos. Ya que, aunque sea algo que tristemente se vaya generalizando, la actitud de ciertos líderes sigue indignándonos. Cuando no es por corrupción, es por incoherencia. Pero parece que no haya ningún rincón de nuestra política que pueda salvarse de esta epidemia. En lo grande, y en lo pequeño. Si hablamos del 3% todos pensamos en un sistema de mordidas generalizadas, si nos volvemos hacia el PP estos días tenemos para aburrir, en el PSOE tenemos el caso de los ERES, en Ciudadanos las irregularidades en el plan de empleo público de la Junta de Andalucía; luego está lo de decir una cosa y hacer la contraria, predicar sin dar trigo, pedir regeneración y tapar escándalos, o denunciar en los rivales lo que aceptas en los amigos. En las últimas semanas trajo cola el chalé de Pablo Iglesias e Irene Montero en Galapagar, por aquello de la casta y la gente. Son solo ejemplos de diverso calado.
Sin embargo, aunque toda esta lista ya es de por sí indignante, hay algo que me exaspera y preocupa todavía más: la defensa a ultranza de los errores manifiestos de los políticos por parte de sus votantes y de los militantes de sus partidos. Porque, aunque parezca mentira, de la mano de la corrupción o las incoherencias de los integrantes de nuestra política, surgen las reacciones de aquellos que, en lugar de asumir los errores de los políticos, intentan taparlos, suavizarlos e incluso exculparlos. Ante esta realidad, uno se pregunta dónde queda la honestidad y la coherencia de las personas, y también si hemos perdido el sentido crítico o rebajado el nivel de exigencia de nuestros líderes.
Todo ello me lleva a reflexionar sobre la necesidad de la coherencia, la humildad y la honestidad en nuestra vida. Es decir, creo que hoy más que nunca son necesarias personas íntegras, que nos ayuden a volver a tener fe en las instituciones y borren de nosotros la extendida creencia de que «toda persona tiene un precio». Es cierto que la coherencia total es muy difícil, puesto que no debemos de olvidar que somos de barro y en muchas ocasiones nuestras obras están lejos de nuestras palabras. Sin embargo, creo que esto debería enseñarnos a ser más humildes y más honestos. Es decir, a fundamentar nuestros principios y programas no tanto en la descalificación del otro, cuanto en la potencia de nuestras acciones sinceras. Y, tampoco estaría demás que nos ayudase a aprender que, aunque el ideal es no fallar en nuestras convicciones y principios, si alguna vez caemos o nos equivocamos, es mucho mejor asumir el error que intentar taparlo a cualquier precio. Dani Cuesta, sj (pastoralsj.org)