Te sorprenderá el recibir esta carta, sobre todo porque, quizás, no me conozcas demasiado, pero te sorprenderá más aún si te digo que yo te conozco y te quiero. A mí me sucede algo especial: basta que me encuentre con alguien joven, para que enseguida simpatice con él.
Nací un 16 de agosto eso sí, hace unos cuantos años, en 1815, en un pueblito de Italia sin importancia, pero lindísimo. Nada que ver con la ciudad. Allá uno respiraba aire tan puro que entraba dentro de uno como una flecha y te llenaba todo de alegría. Con sólo mirar las colinas desde mi casa me sentía libre como un pájaro.
El silencio del campo me permitía escuchar cosas hermosísimas y, durante el calor del verano, bajo el fresco de los árboles, descansar, mirar más allá del horizonte y soñar, eran una misma cosa.
Hay cosas de mi niñez que las recuerdo muy bien: mi casa pobre, por ejemplo, pero limpia; mis hermanos, la muerte de mi padre joven y, por supuesto, mi madre. Ella se las arregló para darnos de comer y vestirnos. Ella era muy creyente. Eso la salvó.
Siempre decía que no hay que desesperar, que hay que confiar en el Señor y que El nos quiere mucho, que él nos mira y nos cuida como nuestro papá y que, aunque no lo veíamos, sentíamos su presencia que nos daba fuerzas.
Mamá nos enseñó a trabajar, a rezar, a ayudar a los demás, a pensar bien de todos y, siempre a disculpar.
(para terminar de leer la carta: Hola, soy D. Bosco)