Nada queda de tales mensajes, sin embargo, en las celebraciones mediáticas de la Semana Santa. Si las procesiones están viviendo un auge en los últimos años, es debido a dos factores. Expresan, por una parte, la nostalgia del mundo tradicional en la desconcertante realidad líquida de nuestro tiempo. Y por otra, funcionan como un gran aquelarre turístico, traducción posmoderna de lo que se supone no son más que teatrales extravagancias del pasado.
Si la Navidad y la Semana Santa, vaciadas del sentido original, permanecen en nuestro calendario como celebraciones readaptadas a los mitos de la sociedad contemporánea, ¿por qué la Cuaresma, en lugar de cambiar de piel como las otras, ha desaparecido? La Cuaresma es incompatible de raíz con la mitología contemporánea. Era una etapa de renuncia y contención, de austeridad y silencio, de ayuno y abstinencia. Tales valores y prácticas están en las antípodas de la visión contemporánea. En sintonía con la economía del consumo, nuestra época es ávida y desinhibida, despilfarradora y chillona, sensual e incontinente. El sistema económico que se ha bloqueado con la crisis es exactamente lo contrario de lo que significaba la Cuaresma. Si entonces pecaba el que comía carne, ahora peca quien no idolatra la gastronomía. Si el recogimiento se imponía, ahora se imponen en todas partes la música, el tráfago, el incesante charloteo mediático. Si la concupiscencia y la lubricidad (palabras desaparecidas de nuestro diccionario habitual) eran afeadas como el peor mal, ahora nada parece más horrible que la castidad. Si hay algo contrario al ansia y la voracidad contemporáneas, son los cuarenta días de desprecio de los apetitos que proponía la Cuaresma.
Son multitud los que consideran la desaparición de la Cuaresma una gran victoria de la modernidad sobre la represión, de la libertad sobre la sumisión, de la felicidad posmoderna sobre la oscuridad antigua. Pero si tanto hubiéramos progresado gracias a la liberación de todas las contenciones, nuestra sociedad no estaría tan necesitada de antidepresivos, la agresividad no presidiría nuestras relaciones sociales, la insatisfacción no carcomería tantas vidas, no necesitaríamos tantas dosis al día o a la semana de pequeños deleites (objetos de consumo o placeres de usar y tirar) con que enmascarar el difuso desasosiego que transpiramos.
Me pregunto de dónde procede el optimismo ideológico contemporáneo. Un optimismo visible en la imperiosa tendencia a ridiculizar, despreciar o expulsar de nuestras vidas el legado de la tradición (un legado tachado siempre de amargo y represivo). Un optimismo visible especialmente en la incapacidad para la autocrítica. Los abanderados de la modernidad tienen ante sus ojos abundantes muestras de los límites y los fracasos de la sociedad contemporánea. El ser libre y autónomo que imaginó la Ilustración ha devenido un pelele en manos de la publicidad y las pantallas hipnóticas. Confunde felicidad y placer. Es un consumidor insomne, un idólatra de la riqueza. Quería liberarse de la represión y ahora es esclavo del instinto. Quería suplantar a Dios, pero obedece a todas las modas.
Se dice que la crisis nos invita a prescindir de lo innecesario, a ajustar los gastos, a reencontrar la austeridad. ¿Se acercan, por consiguiente, tiempos cuaresmales? Para nada. Muchos quizás recuerden la Cuaresma del nacionalcatolicismo, reducida a imposiciones tenebrosas y a preceptos dietéticos estúpidos, cuando no tramposos, pero la Cuaresma es otra cosa. Es la plasmación litúrgica de un viaje. El viaje ascético del que renuncia a los goces materiales no por necesidad, sino por afán de libertad. Un viaje depurativo: 40 días en el desierto luchando contra los propios diablos. Cuarenta días rehusando todo aquello que encanta, fortaleciendo el espíritu mediante la renuncia. ¡Vaya tontería!, ¿verdad? Nada más lejos del ideal de vida de la sociedad actual, que busca y exige obsesivamente el bienestar, pero lo reduce a las condiciones materiales. Nada más odioso que la Cuaresma para esta sociedad que se alegra de haber tirado al cubo de la basura cualquier preocupación sobre el significado de la existencia.
Antoni Puigverd
La Vanguardia, 28/03/2011
Si la Navidad y la Semana Santa, vaciadas del sentido original, permanecen en nuestro calendario como celebraciones readaptadas a los mitos de la sociedad contemporánea, ¿por qué la Cuaresma, en lugar de cambiar de piel como las otras, ha desaparecido? La Cuaresma es incompatible de raíz con la mitología contemporánea. Era una etapa de renuncia y contención, de austeridad y silencio, de ayuno y abstinencia. Tales valores y prácticas están en las antípodas de la visión contemporánea. En sintonía con la economía del consumo, nuestra época es ávida y desinhibida, despilfarradora y chillona, sensual e incontinente. El sistema económico que se ha bloqueado con la crisis es exactamente lo contrario de lo que significaba la Cuaresma. Si entonces pecaba el que comía carne, ahora peca quien no idolatra la gastronomía. Si el recogimiento se imponía, ahora se imponen en todas partes la música, el tráfago, el incesante charloteo mediático. Si la concupiscencia y la lubricidad (palabras desaparecidas de nuestro diccionario habitual) eran afeadas como el peor mal, ahora nada parece más horrible que la castidad. Si hay algo contrario al ansia y la voracidad contemporáneas, son los cuarenta días de desprecio de los apetitos que proponía la Cuaresma.
Son multitud los que consideran la desaparición de la Cuaresma una gran victoria de la modernidad sobre la represión, de la libertad sobre la sumisión, de la felicidad posmoderna sobre la oscuridad antigua. Pero si tanto hubiéramos progresado gracias a la liberación de todas las contenciones, nuestra sociedad no estaría tan necesitada de antidepresivos, la agresividad no presidiría nuestras relaciones sociales, la insatisfacción no carcomería tantas vidas, no necesitaríamos tantas dosis al día o a la semana de pequeños deleites (objetos de consumo o placeres de usar y tirar) con que enmascarar el difuso desasosiego que transpiramos.
Me pregunto de dónde procede el optimismo ideológico contemporáneo. Un optimismo visible en la imperiosa tendencia a ridiculizar, despreciar o expulsar de nuestras vidas el legado de la tradición (un legado tachado siempre de amargo y represivo). Un optimismo visible especialmente en la incapacidad para la autocrítica. Los abanderados de la modernidad tienen ante sus ojos abundantes muestras de los límites y los fracasos de la sociedad contemporánea. El ser libre y autónomo que imaginó la Ilustración ha devenido un pelele en manos de la publicidad y las pantallas hipnóticas. Confunde felicidad y placer. Es un consumidor insomne, un idólatra de la riqueza. Quería liberarse de la represión y ahora es esclavo del instinto. Quería suplantar a Dios, pero obedece a todas las modas.
Se dice que la crisis nos invita a prescindir de lo innecesario, a ajustar los gastos, a reencontrar la austeridad. ¿Se acercan, por consiguiente, tiempos cuaresmales? Para nada. Muchos quizás recuerden la Cuaresma del nacionalcatolicismo, reducida a imposiciones tenebrosas y a preceptos dietéticos estúpidos, cuando no tramposos, pero la Cuaresma es otra cosa. Es la plasmación litúrgica de un viaje. El viaje ascético del que renuncia a los goces materiales no por necesidad, sino por afán de libertad. Un viaje depurativo: 40 días en el desierto luchando contra los propios diablos. Cuarenta días rehusando todo aquello que encanta, fortaleciendo el espíritu mediante la renuncia. ¡Vaya tontería!, ¿verdad? Nada más lejos del ideal de vida de la sociedad actual, que busca y exige obsesivamente el bienestar, pero lo reduce a las condiciones materiales. Nada más odioso que la Cuaresma para esta sociedad que se alegra de haber tirado al cubo de la basura cualquier preocupación sobre el significado de la existencia.
Antoni Puigverd
La Vanguardia, 28/03/2011